Hace días que hice consciente que el respeto o su falta está presente en cada acto de nuestra vida, y me propuse profundizar en el concepto.
El respeto no crece solo, ni se tiene por desearlo o quererlo, se necesita, entre otras cosas, comprensión, empatía, tolerancia, aceptación y amor.
En mi opinión, el respeto por el otro, por todo lo ajeno a nosotros, precisa del respeto de uno mismo. Difícilmente una persona va a respetar si no sabe o no puede respetarse; así como, cuando uno se respeta a sí mismo deja de tener relevancia si es respetado o no por los otros.
El respeto precisa de la comprensión entendida como la observación de lo que es sin juicio, sin condena, sin identificación, sin justificación, sin deseo de cambio.
Para poder respetar tenemos que considerar nuestro planteamiento sólo como una posibilidad entre otras muchas. Es imprescindible aceptar que nuestra percepción, aunque parezca objetiva, no lo es en ningún caso ya que está sujeta a nuestra propia interpretación, basándose ésta en las experiencias anteriores, en el estado de ánimo e incluso en las creencias previas que ya existen en cada persona.
Se expresa respeto cuando no se juzga a la otra persona por su planteamiento, por sus decisiones, su comportamiento o su forma de vida. Tampoco se le reprocha nada, ni se le recrimina ser como es, ni tampoco se espera que sea de otra forma. La aceptación del otro es una muestra de apertura mental.
Respetar es darnos cuenta de que cada persona tiene derecho a elegir ser quien realmente es, en su forma de pensar, de opinar, de sentir, de actuar e incluso en sus gustos y preferencias de vida. Cada uno de nosotros somos diferentes, así pues, descalificar al que tenemos en frente por ser diferente podría suponer cruzar la línea del respeto.
Es más difícil respetar cuando queremos a toda costa que nos den la razón. También cuando suponemos que por encima de cualquier planteamiento, nuestra postura es la única posible y la que posee la absoluta certeza. Esta forma de pensar sólo nos llevará a confrontación y hostilidad, y a creernos en una superioridad moral que nos alejará de los demás. Por otro lado, es poco probable el respeto cuando la actitud es agresiva con la otra persona en gestos y actitudes.
El respeto al otro posibilita sociedades multiraciales, multiculturales, con diferentes lenguas, religiones y creencias, conviviendo en paz, armonía y libertad.
Me permito añadir esta experiencia personal que valoro como muy importante en la consecución del respeto a mí misma.
El 31 de diciembre del 2002, después de año y medio de baja por enfermedad, me jubilaron por incapacidad para el trabajo. Como lo tenía previsto y en contra de mi entorno familiar, me trasladé a vivir, en enero del 2003 a un pequeño pueblo, excepto en verano, de la costa de Alicante. Allí encontré silencio, paz, armonía y como compañera, a mí misma. Al poco tiempo comprendí que me conocía muy superficialmente, y sobre todo por la información que recibía de mi familia y conocidos. Comencé a ser consciente de mi pensamiento, de mis emociones, de mis sentimientos, de mi estado de ánimo; lo observaba, no pretendía cambiarlo, sino reconocerme, saber cómo era yo, prescindiendo del feedback que me proporcionaba el valorar cómo pensaba que los otros me querían o lo que esperaban de mí. Me facilitó la tarea el no ser conocida en el pueblo.
Hubo aspectos de mí muy tapados, que no me gustaron, no los quería, pero, con esfuerzo los asumí. “En el lote va todo” me decía.
Pasó algún año, poco a poco me fui introduciendo en el entorno y un buen día me reconocí, sin habérmelo propuesto había ganado en tolerancia. Me lo expliqué: al reconocerme y aceptar mis luces y mis sombras, no era quién para enjuiciar a nadie.