Hola, hace más de un mes que no comparto contigo, que me estás leyendo, pensamientos, ideas, reflexiones, etc. y ya tenía ganas, porque el no contarlo no significa que no siga observando, haciéndome preguntas de cómo somos, cómo funcionamos, etc. los humanos.
Una ventaja de ser viejo (empiezo a reivindicar este término), es tener tiempo, pocas, muy pocas obligaciones, y algo importante para comprender y respetar a todas las personas haber llegado a la certidumbre de que hay tantas formas de pensar, de actuar, de querer, de ser… como seres humanos, y que la mía es una más, ni mejor ni peor, simplemente una más, pero nunca una pauta para guiar o exigir a nadie. Esto que parece obvio a mí me ha llevado más de 70 años interiorizarlo. Por eso, ahora, disfruto, me interesa observar a las personas con «nuevos ojos», sin juzgar, simplemente con ánimo de conocer las razones, las vivencias que les han conformado su forma de ser, de actuar. Es tan interesante y enriquecedor, vivir y disfrutar de la diversidad.
A todo esto yo pretendía escribir sobre la alegría, motivada por compartir algunos pocos, pero memorables despertares que vivo como auténticos regalazos de la vida. Días que amanezco con el corazón lleno de alegría, con la sonrisa que se me escapa, con ganas de girar y bailar enredando a todo el que me rodea. Me siento etérea. El cuerpo con sus «miserias» está callado, sin atreverse a recordarme que está ahí, limitándome. Siento que la vida es bella.
A nivel racional me explico esta sensación tan gozosa porque consigo tener centrada mi atención, mi interés en el presente, en LO QUE ES, viviendo la realidad como viene, sin ninguna objeción, sin cuestionarme si me gusta, si lo deseo, y por supuesto, destacando y disfrutando de todo lo positivo de cada situación, que por suerte para mí es mucho.
Esta alegría no precisa de ningún motivo, reside en nuestra verdadera esencia, al igual que el bebé sonríe y el cachorro es feliz con su juego.
Esta alegría pide ser compartida.